A la que llamaron “fácil” en la secundaria porque tuvo novio y se besó con alguien en una fiesta y empezó a tener deseos sexuales, lo que no es normal para una mujer pero sí para un hombre. A la que perdió la virginidad a los 14 años o a la que la perdió hasta los 29 y le dijeron que era una aburrida, una monja que se quedaría para “vestir santos”.
A la que se embarazó joven, a la que abortó, a la que no abortó, a la que es madre soltera y a la que se casó con el padre de su hijo para darle un hogar; o a la que decidió que no quiere tener hijos y es cuestionada y tachada de egoísta o de tenerle miedo al compromiso.
A la que salió con un hombre casado, porque ella termina siendo la culpable de destruir un hogar, una familia, aunque para que haya sucedido también el hombre hizo lo suyo.
A la que se quedó dormida en una fiesta porque bebió de más y alguien se aprovechó de ella, de su vulnerabilidad, pero terminó siendo atacada y humillada “por dejarse”.
A la que se casó joven o a la que no se casó; a la que se besó con alguien más en su despedida de soltera y todo el mundo, hasta gente desconocida, se enteró, y fue condenada por hacer algo por lo que a ningún hombre se le juzgaría, pero al tratarse de ella hace que las cosas luzcan pecaminosas y ofensivas.
A las que, alguna vez en la vida, les han dicho putas, zorras, fáciles… porque no han sido lo que la sociedad espera de ellas y porque no dejan que nadie más decida sobre sus cuerpos y sus vidas. Porque “puta” y cualquier otro concepto equivalente es la palabra que se usa para etiquetar a las mujeres que ejercen derechos por los que los hombres nunca serán juzgados.
A las que, no importa lo que hagamos, somos detenidas, limitadas, coartadas en nuestra vida, cuerpo, acciones y pensamientos.
Porque si ser libre es ser puta, entonces lo somos. Todas lo somos.