Odio el fracaso. Fui criada como una mujer capaz e inteligente, y siempre he tenido mis metas claras. Pero también crecí con la mirada puesta en las expectativas que la sociedad tiene sobre mí.
Fui perfecta durante toda mi educación básica. Después continué con mis estudios y tres años más tarde logré graduarme de mi licenciatura sin jamás manchar mi promedio. Tenía 20 años y un año de matrimonio después de graduarme de la Universidad, cuando al segundo día después de conseguir mi primer trabajo dos líneas rosadas aparecieron en una prueba casera: estaba embarazada. Yo no sabía que ese seria el primer día del resto de mi vida.
Al convertirme en una madre joven me convertí también en un fracaso ante los ojos de muchas personas. Si el éxito se mide en logros, un currículum amplio, la educación postgrado y un trabajo con un salario alto, yo ya no iba a tener éxito.
En lugar de trabajar hasta tarde pasé tardes y noches enteras meciendo a un bebé, con manchas de leche materna en mi blusa, el pelo recogido en una coleta alta, sin un toque de maquillaje y hasta las rodillas de agotamiento. Memoricé gestos de mi bebé, el olor de su pelo, el ritmo de su corazón y cada pequeño aliento al respirar cuando ponía su cara en el hueco de mi cuello.
Leía hasta dos veces cada cuento infantil, tanto, que podía recitarlo hacia atrás y adelante. Me sabía cada canción para niños. Y cuando el cansancio se robaba las palabras que había en mi, hacía una canción nueva. Casi perdí mi voz a través de los cientos de veces al día que susurraba y cantaba canciones de cuna cuando lo acariciaba para que durmiera en mis brazos.
Pero mis grandes sueños de cambiar al mundo seguían ahí. Vi cómo mis mejores amigos continuaron con su vida después de la universidad y viajaron; degustaron la vida y se sumergieron en cada experiencia que pudieron. Aún así, todos estábamos felices. Ellos experimentando las cosas que yo no hice, y algunas que tal vez no haría. Pero yo tenía a un bebé cuyo rostro se iluminaba cuando lo miraba. Con él, tenía mi corazón en mis brazos. Lo alimente, besé sus mejillas y casi me muero de emoción cuando lo escuche murmurar por primera vez: “mamá”.
Aún cuando empezó a caminar y cuidarlo implicaba correr detrás de él todo el día, todavía seguía pensando en mis antiguos objetivos. En la necesidad de dejar una marca duradera como lo había soñado. Pero ahora tengo a un bebé que me mira como si me colgara la luna en los ojos. Se queda dormido algunas noches con su brazo alrededor de mi cuello, porque él sólo me necesita por un momento más. Una y otra vez.
Finalmente, he redefinido el fracaso. He aprendido a dejar de lado mis listas de expectativas auto impuestas sobre todas las cosas que debería de haber hecho o que podía haber hecho y me he dado cuenta que el amor es suficiente. Al ver que sus ojos se iluminan, cuando sonríe o cuando lo veo feliz porque sabe que está seguro al tenerme cerca, todo es suficiente.
La maternidad se reunió conmigo cuando era joven. Y algunos pueden verlo como un fracaso. Pero yo no. Ya no. He sucumbido a la maternidad, he dejando que fluya y que suavice todos mis errores, mis remordimientos, mis temores. Que dé forma a mis partes más difíciles. Y me ha sanado de una manera en la que nunca supe que se necesitaba curación.
Todo comenzó con esas dos líneas rosadas.