Todos deberíamos ser más conscientes del valor real de las cosas y aprender que la humildad se lleva en el corazón. Como ocurre con muchos niños que no muestran preferencia por el color de una persona o el físico de los demás: ellos simplemente quieren, sin condiciones.
Esta historia nos enseña que el amor no tiene precio y que aceptar a los demás y a nosotros mismos es la lección más grande que podemos aprender.
Había una vez un granjero que tenía unos cachorros a la venta. Hizo un cartel anunciando la raza de los perros para clavarlo afuera de su patio. Cuando estaba clavando el letrero, sintió un tirón en su pantalón. Bajó la mirada y observó a un niño con una gran sonrisa y algo en la mano.
–Señor –dijo–, quiero comprar uno de sus cachorros.
–Bueno –le respondió el granjero –estos cachorros vienen de padres muy finos y cuestan mucho dinero.
El chico bajó la cabeza por un momento y luego volvió a mirar hacia el granjero y le dijo:
–Tengo treinta y nueve centavos. ¿Eso es suficiente para que pueda verlos?
–Claro –dijo el granjero, y silbó y gritó: ¡Dolly! ¡Aquí, Dolly!
Una perra salió desde adentro de su casa seguida de cuatro bolitas de pelo. Los ojos del pequeño niño brillaron de alegría.
Luego, desde la casa de los perros, se asomó otra bolita. Este cachorro era notablemente más pequeño. Se deslizó por la rampa de salida de su casa y comenzó a cojear en un intento de alcanzar a los demás.
El niño sonrío y dijo: “Quiero ese”, señalando al cachorro que cojeaba.
El granjero se arrodilló y le comentó: “Hijo, tú no puedes querer a ese cachorro. Él nunca será capaz de correr y jugar contigo de la forma en la que te gustaría”.
El chico se agachó y lentamente levantó el pantalón de una de sus piernas. Al hacerlo, reveló un corsé de acero que sujetaba ambos lados de su pierna uniéndose a un zapato especial. Volteando hacia el granjero le dijo: “Señor, yo no corro muy bien por mí mismo: él necesita a alguien que lo entienda”.
Un nudo se formo en la garganta del granjero, que levantó suavemente al perrito y lo puso en los brazos del chico.
–¿Cuánto? –preguntó el niño.
–No hay ningún precio para el amor –respondió el granjero.