Cuando adoptas un perro, sabes que estás aceptando una gran responsabilidad. Ese pequeño y vulnerable animalito requiere de cuidados y atención, alimentación, estar al pendiente de lo que necesita y, por supuesto, cuando se enferma llevarlo al veterinario y comprar medicamentos.
Con el tiempo vas creando lazos fuertes e inquebrantables al mirar sus ojos llenos de agradecimiento y amor. Por supuesto vas conociéndolo y entiendes cada uno de sus gestos y comprendes hasta lo que intenta decirte sin usar nuestro lenguaje. Entonces llega un momento en que puedes considerarte su madre.
Para todos los que tenemos una mascota, resulta ofensivo que existan personas que insistan en asegurar que no puedes llamarte “madre” o “padre” de tu perro. Por supuesto que sabemos que no somos los padres naturales y que no los trajimos en nuestro vientre por nueve meses para después dar a luz, pero tenemos el derecho de decir que son nuestros hijos, puesto que somos los que estamos criándolos.
Entendemos la diferencia que existe entre una persona y un animal. Claro que no pasamos las tardes estudiando a su lado o enseñándolo a andar en bicicleta o explicándoles las diferencias entre niños y niñas.
Pero existe algo más allá de todo eso, y es que la entrega hacia tu perro es enorme al verlo feliz cuando llegas a casa o cuando está triste tirado en el piso mientras no estás o su expresión de felicidad cuando sabe que lo vas a sacar a pasear. Es increíble ir descubriendo todo lo que es capaz de hacer, como entender tu tristeza y tratar de consolarte o conocer los horarios de cada una de tus tareas.
El vínculo se hace más grande cada día, vas entendiendo sus emociones, sus necesidades, sus expresiones, sabes cuando se siente enfermo o triste. Llega un momento en el que entiendes que es tu más fiel y leal compañero, que puedes contarle lo que sea y no te juzgará ni se alejará de ti, te ama como eres y por lo que eres, no le importa nada más.
Desde el principio sabes que el amor no será para siempre, que llegará un momento en el que se van a separar y que el dolor será enorme, por eso hay que amarlos más todavía, porque nos enseñan muchas lecciones. Aprendemos a amar y, sobre todo, a dejar ir. Son nuestros compañeros, pero también nuestros maestros, y hay que aprender tanto de ellos: la paciencia, su tranquilidad, reponerse rápido de los golpes, pedir perdón cuando hacemos algo mal.
Así que para todos los que opinan que no podemos llamarlos nuestros bebés o nuestros hijos, deberían de experimentar con una mascota, pero no solo tenerla sino abrir su corazón y su mente, quizá así comprendan por qué les llamamos hijos y por qué los amamos hasta el final de sus días.