Conforme vas creciendo te vas generando más y más expectativas de lo que tu vida debería ser. “A los X años debería tener el trabajo de mis sueños, debería estar casada, debería disfrutar viajes constantes con mi pareja, quizá empezar a pensar en formar una familia; quizás a X años debería estar viajando sola por el mundo, tener un refugio de animales maltratados, independencia económica; a los X años debería tener mi vida encarrilada y saber hacia dónde voy y lo que quiero”.
Pero llega esa edad y te das cuenta que todo lo que tienes son expectativas, y si bien no se trata de si son expectativas altas o bajas, se trata de que muchas veces eso que esperas no llega como quieres o en el momento que quieres.
Es ahí cuando llegas a ese punto en donde te das cuenta que has pasado tu vida esperando cosas que quizá no van a llegar. Que tu jefe valore el trabajo que haces, que tu talento sea reconocido, que tu familia cambie de dinámica, que tu pareja sea más detallista o menos posesiva. En fin, nos la pasamos esperando que las circunstancias a nuestro alrededor cambien. Y es hasta que nos damos cuenta que somos nosotras quienes tenemos el poder para cambiar esas circunstancias cuando podemos encontrar el rumbo para eso que el mundo llama “felicidad”.
Cuando aprendí a dejar de esperar, todo empezó a cambiar en mi entorno. Me di cuenta que no podía seguir dándole el poder a otros de traer satisfacción a mi vida. Estaba confiando mi felicidad en alguien más, en algo ajeno a mí.
En el momento en el que tomé las riendas de mi vida, sin esperar nada a cambio, fue que la vida empezó a cambiar… para bien.
Decidí dejar de esperar nada de nadie, dejar de esperar que la vida me diera todo lo que yo pensaba que merecía recibir; incluso dejé de esperar cosas de mí misma, dejé de imponer ideas y paradigmas que se me habían impuesto (por la sociedad, por mi familia, mi educación o mi cultura). Empecé a dejar ir todo lo que pensaba que quería recibir, y comencé a aceptar lo que llegaba. Cambié las quejas por agradecimiento. Cambié la frustración por la sorpresa. Cambié el “tener que” por el “querer”.
No fue fácil cambiar, pero una vez que me di cuenta que yo era la culpable de mi propia frustración tuve que poner manos a la obra.
Y así empecé a darme cuenta de tantos sueños que no sabía que tenía y de pronto el vacío se fue llenando. Hubo una luz que mientras más la dejaba brillar menos espacio había para la oscuridad. Empecé a fortalecer mi autoestima; algunos me tacharon de egoísta y quizás sí lo fui, pues dejé de pensar en lo que los demás esperaban de mí, y dejé de esperar ciertas actitudes de regreso…
Al final lo que descubrí fue que al no esperar nada de nadie aprendí a disfrutar las sorpresas que la vida me otorgaba. Cada gesto, cada detalle, cada momento, cada llamada, cada instante se convertía en una alegría, pues era un regalo que no esperaba recibir; y fue así como, cuando dejé de esperar nada… recibí todo.