Desde pequeñas fuimos educadas de una forma confusa: por una parte nos enseñaron a no mostrar abiertamente nuestros sentimientos, y por otra a ser sensibles, compasivas y de modos suaves.
Nos pedían que no lloráramos porque eso era un signo de debilidad o peor aún, de dramatismo, cuando quienes nos guiaron tampoco sabían que el llanto libera y purifica.
Y llega un momento en el que las circunstancias nos rebasan y nos encontramos en una situación en la que ya no podemos sostener más el peso de la realidad.
Necesitamos soltar porque la máscara comienza a lastimarnos; la vida tras una careta se vuelve una carga que nos agota y con el tiempo es imposible de sostener.
Nos cansamos de ser fuertes, de cargar con todo y con todos, de exigirnos demasiado, de no llorar cuando necesitamos abrirnos y dejar fluir nuestras emociones.
Comencemos por aceptar que no por no llorar significa que estamos bien, y que al desahogarnos liberamos tensiones; además es un buen inicio para afrontar cualquier problema o emoción negativa.
Necesitamos reconocer que no podemos dar más de lo que tenemos, y que ser todo el tiempo la roca en la que el mundo se apoya no es sano. Esconder la tristeza o malestar no es el mejor camino para desahogar el alma.
Para ser fuerte es necesario saber quiénes somos y qué tenemos. Necesitamos reconocernos en nuestras acciones, en nuestros sueños y deseos; que la imagen que nos devuelve el espejo cada día corresponda a la que existe en nuestra mente y corazón.