Me han dicho una y otra vez que el amor verdadero debería ser una prioridad en mi vida, y lo he creído. Acepté que se supone que debo tener un amor en mi vida, aún cuando no estoy lista para ello todavía, y que por eso debo cambiar con la esperanza de que alguien me diga las palabras mágicas.
Nunca alguien me ha confesado su amor eterno, ni he recibido un gesto romántico que me deje sin palabras. Esto me desconcertó durante mucho tiempo, porque no es que no me haya enamorado. Me enamoré hasta los huesos.
Me tomó un tiempo entender por qué nadie se ha enamorado de mí, y la razón es tan simple que da risa: nadie se ha enamorado de mí porque no soy el tipo de mujer de la que te enamoras.
No soy a la que quieres pasar horas mirando. La que quieres que envuelva tus manos entre las suyas, esa chica tan bella y delicada que hace que quieras pelear contra el mundo por ella.
Puedo ser la mujer que respetas. A la que admiras. La mujer con la que que te gustaría volver a casa y que hace que cuestiones la forma en la que has vivido por años. La mujer que es tu fuerza y tu soporte. La que hace que te des cuenta de lo grande que es el mundo. A la que buscas cuando necesitas consejo.
No soy el tipo de mujer que puedas proteger porque no soy tan frágil como para romperme a cada paso. Soy dura, tengo cicatrices de batallas que quizá reflejan las tuyas. No me avergüenzan las marcas y manchas en mi cuerpo y mi mente, porque cada una de ellas cuenta mi historia. No voy a caminar un paso detrás de ti: caminaré a tu lado y te impulsaré.