Al principio lo más fácil para mí fue apuntar cada dedo de mis manos hacia mi esposo y culparlo por destruir nuestro matrimonio de diez años. Él era quien fue infiel y quien se alejó sin mirar hacia atrás. Pero antes, él constantemente me hizo a un lado y escogió encerrarse en su trabajo para evitar darse cuenta de lo que ocurría en casa.
Culpar fue mi mecanismo para superar los primeros, difíciles, meses de nuestra separación. “¡Cómo pudo… (sollozo)!” era mi mantra. Y me hice de un grupo que me apoyaba: estaban, como yo, totalmente y hasta la médula en contra de ese hombre. Porque, obviamente, ser un hombre mentiroso, infiel, que abandona a su familia, supera cualquier cosa que yo pude haberle hecho a nuestro matrimonio durante los diez años que duró, ¿cierto?
Falso. Yo negué toda responsabilidad por el fracaso de mi matrimonio durante meses, aferrándome a la imagen que creé de mi misma como la dulce, desinteresada y abnegada esposa. Fue hasta que encontré a una terapeuta que me me dijo mis verdades, que me vi obligada a mirar mis defectos. No fue agradable.
Esto es lo que ahora sé que realmente arruinó mi matrimonio.
1. Puse a mis hijos primero
Es fácil querer a tus hijos, porque ellos te adoran pase lo que pase. Pero el matrimonio implica trabajo. Cada vez que mi matrimonio empezaba a sentirse como ‘trabajo’, yo organizaba algo con los niños, como ir a un taller o al museo de ciencias; organizaba estas ‘aventuras’ cuando mi esposo no podía ir, para que no me arruinara el rato. Yo me decía a mí misma que estaba bien porque él prefería trabajar y siempre se veía de mal humor en las salidas familiares. Elegí acurrucarme junto a él en las noches maldiciendo que se acostara tarde o roncara. Rara vez estábamos solos juntos o tuvimos citas sin los niños.
2. No puse límites a mi padres
Mis padres iban a mi casa con frecuencia, muchas veces sin avisar. ‘Ayudaban’ haciendo cosas que no les habíamos pedido. Íbamos de vacaciones juntos. Ellos corregían a los niños enfrente de nosotros y yo, por temor a molestarlos, nunca les marqué un límite que debían respetar. Muy pocas veces defendí la autonomía de mi familia, y mi esposo, literalmente, se casó con mi familia.
3. ‘Castré’ a mi esposo
Pensé que el amor implicaba honestidad, pero todos sabemos que la verdad duele. Al tiempo que él y yo nos sentíamos más cómodos (léase: flojos) en nuestra relación, yo dejé de esforzarme por compensar esa realidad. En cambio, les hablaba mal de él a mis amigas, a mi mamá, a mis compañeras de trabajo. Todo-el-tiempo: “¿Puedes creer que hizo esto?”
Lo hice menos diciendo que su trabajo era poco importante, que sus amigos eran unos flojos, que hacía las cosas mal cuando en realidad no las hacía como yo quería. A veces, le llegué a hablar como si fuera un niño. Yo controlaba las finanzas de la familia, y le pedía cuentas sobre cada peso que gastaba. Y en la cama… claro, él hacía las cosas mal también, y no me apenaba decírselo. Conforme el matrimonio se derrumbaba, yo buscaba constantemente sus fallas y errores para poder justificar mi superioridad. Al final, yo tenía ‘cero’ respeto por él y me aseguraba de que él lo supiera y lo sintiera cada día.
4. No quise aprender a pelear del modo correcto
Sé que suena extraño sugerir que existe un modo correcto de pelear, pero lo hay. Yo pretendí mantener la paz quedándome callada cuando algo realmente me molestaba. Por supuesto, todas las cosas que me enojaban se iban acumulando hasta que hacían erupción de vez en cuando a través de un destructivo ataque de ira al estilo Hulk. (Ira a nivel clínico, del tipo definición de salud mental.)
Después del episodio, me justificaba diciendo que una mujer puede soportar hasta un límite, pero viendo ahora hacia atrás, sé que yo era una bruja que daba miedo cuando eso ocurría.