No es que yo crea más o menos en el amor a causa de mis experiencias; el problema es que siempre me tocaba vivir la misma decepción. Es un tanto confuso, pues no estaba cansada de los hombres: estaba cansada de mí, de no saber elegir. Le prometí un descanso a mi corazón, pero no pude cumplir. Nuevamente me encontraba en la misma situación en la que me había jurado ya no caer. Parecía un juego de nunca acabar, una broma del destino que me tenía reservado cada patán. Me rehusaba completamente a abrir de par en par las puertas de mi corazón porque pensaba que estar en soledad no estaba mal; además, poco a poco comenzaba a gustarme.
Entonces el destino me hizo una jugarreta y se cumplió aquello que dice mi abuela: cae más pronto un hablador que un cojo. Y de pronto ahí está él queriéndome conocer, insistiendo cada día por un minuto de mi tiempo, mostrándome interés, siendo atento y educado. Sinceramente lograba intrigarme y hasta intimidarme un poco, pero me negaba a aceptarlo, pues sabía muy bien que al mostrar interés él, terminaría por perderlo, pues siempre ocurría lo mismo con cada chico.
Y sí, efectivamente así era él. Traté de elegirlo con el pensamiento y no con el corazón para darme una oportunidad. Tenía tanto sin permitirme sentir y cuando por fin lo dejé entrar, todo parecía cambiar. Con el paso del tiempo, y sin que me diera cuenta, la que buscaba, llamaba, texteaba y mostraba interés era yo.
Él fue tan astuto que poco a poco me hizo caer. Me convencieron sus encantos, sus palabras y su inteligencia. Tengo que reconocer que era un tanto arrogante, tal vez fue eso precisamente lo que me hacía ceder por más que me negaba. Me perdí en su mirada y, cuando menos lo pensé, me terminó de convencer por completo con el sabor de su piel, de sus labios y de sus brazos. No me pude defender.
Por más que traté de ir despacio con él, fue imposible. Parecía tener magia en la mirada, en las palabras y en sus caricias que dibujaban mi piel. Y entonces pasó, por más que resistí, sucedió mi gran temor; él había logrado sacar de mí la mujer que nunca imaginé. Me provocaba, me seducía como hace mucho nadie lo hacía. Y en cada caricia dejaba un pedazo de mi alma; en cada beso, un poco de mi corazón. Le hice el amor en la oscuridad de mi habitación y, evidentemente, después de hacerme suya, huyó.
Huyó como todo un cobarde. Se mostró como realmente es, sin importarle nada. Se satisfizo de mí y se marchó sin dar la cara, sin pronunciar palabra alguna. Supongo que él no quería amar, que jamás me vio como algo más, que no está acostumbrado a quedarse de forma indefinida.
A regañadientes he de reconocer que el error no ha sido de él: el error ha sido mío por creer que era distinto, por dejarle entrar rápidamente en mi mente, alma y corazón, únicamente para que jugara con ellos y lograra lo único que quería.
Es increíble cómo puedes depositar todo en una persona y, en un pestañeo, te suele decepcionar. Sigo disculpándome por mi absurda inocencia; sigo reprochándome haberme enamorado de un cobarde. Pero, sobre todo, sigo mi camino de una manera cautelosa, sin enojo ni rencor.