Nunca voy a comprender porqué después de haber tenido una de las mejores citas con el hombre que desearía que se convirtiera en el amor de mi vida, de pronto todo se torna sombrío, y él ahora me ignora y desaparece del mapa. En unas cuantas horas, mis sentimientos parecen una rueda de la fortuna y paso de ser la mujer más feliz, a mirarme en el espejo y notar todos mis defectos.
Mi autoestima esta por los suelos, pienso en todo lo negativo que hay en mi y encuentro mil razones del porqué nunca le voy a gustar. Al siguiente día tomo fuerza y espero desesperada a que me envíe un mensaje, una llamada, algo que me haga sentir deseada y entender que solo fue mi miedo, pero no, el tiempo pasa y no hay ni una señal de vida.
¿Qué hice mal? Fácil, yo también actué con indiferencia, no di muestras claras de que sintiera algo por él. Iniciamos una contienda por ver quién es el más fuerte dentro de este juego del amor. Por supuesto, si él no me llama, yo tampoco lo voy a hacer. ¿Qué caso tiene? Pronto se dará cuenta de que me gusta demasiado, mis sentimientos estarán servidos en bandeja de plata para que los destruya y me deje con el corazón roto.
Pero esto es un error, porque mientras más lo niegue, más me va a gustar, y entonces su indiferencia me va a doler más de lo que imaginaba. El hecho es que debí ser menos fría, tomar en cuenta que tal vez le gusto o tal vez no, pero que debo decir lo que siento porque no merezco vivir en la incertidumbre de saber si le intereso a alguien o no, porque entonces el juego se prolonga más de lo deseado.
Con lo fácil que sería hacer a un lado el orgullo y ser yo quien diga cuánto me ha gustado estar a su lado, ser yo la que envíe ese mensaje, no dejar que surjan malos entendidos y simplemente ser honesta con lo que deseo; pero no, algo me detiene, estoy dentro de un estira y afloja porque no quiero perder. ¿ Y qué gano? Al final tal vez él se aleje de mi lado por no haber expresado mis sentimientos de manera adecuada.
No es sencillo: se forma un nudo en la garganta, los nervios me ganan y no sé cómo decir lo que siento. Me detengo por un momento a analizar hasta donde puede llegar el daño, y sin embargo, qué simple sería si todos tuviéramos el valor de decir lo que realmente deseamos. No detenernos por miedo al rechazo, sino hacer las cosas con precaución con la certeza de que aunque no pase lo que deseamos, por lo menos hicimos el intento. Tal vez saldríamos menos dañados de esa forma, en lugar de tratar de esconder nuestros sentimientos, esa actitud duele más. Después de todo, como dicen por ahí, una cicatriz es solo prueba de que estamos vivos.