Es una de las cosas que más tememos en la vida, hasta el punto en el que hacemos todo lo posible por evitarlo y al final sucede: nos casamos con la persona equivocada. Puede ser, en parte, porque tenemos una gran diversidad de problemas que salen a flote cuando tratamos de acercarnos a los demás.
En apariencia, somos perfectamente normales, pero sólo para quienes no nos conocen muy bien. Tal vez en una sociedad un poco más prudente y mas consciente que la nuestra, una pregunta normal en una de las primeras salidas sería: “¿qué tan loco estás?”
Tal vez tenemos una tendencia latente a enfurecernos cuando alguien no está de acuerdo con nosotros o probablemente nos complicamos sobre la intimidad después del sexo y nos volvemos herméticos en respuesta al silencio.
Nadie es perfecto, y el problema es que rara vez profundizamos en nuestras complejidades antes del matrimonio. Cuando una relación casual comienza a revelar nuestros defectos, lo más fácil es culpar a nuestras parejas y pasar a otro asunto.
Por otra parte, nuestras parejas no son los más conscientes de sí mismos y naturalmente hacemos un gran esfuerzo en entenderlos: vemos sus fotos, visitamos a su familia, conocemos a sus amigos de la universidad y todo eso contribuye a la idea de que hemos hecho la tarea, pero no es así.
El matrimonio termina por ser un juego esperanzador y generoso en el que participan dos personas que aún no saben quienes son o quién es el otro, y se comprometen a un futuro que no pueden concebir y que han evitado cuidadosamente investigar.
A lo largo de la historia, las personas se han casado por todo tipo de razones “lógicas”: porque su parcela estaba a un lado de la tuya, su familia tenía un negocio floreciente, su padre era el magistrado del pueblo o porque tenían un castillo. Y a partir de esos matrimonios razonables fluía la soledad, el abuso, la infidelidad, los corazones endurecidos y los gritos que atraviesan las paredes.
El matrimonio por la razón no fue razonable en absoluto; a menudo se trataba de un acuerdo conveniente, estrecho y explotador. Es por ello que su reemplazo, el matrimonio por sentimiento, ha tenido por mucho tiempo la necesidad de dar cuenta de sí mismo.
Lo que importa en el matrimonio basado en los sentimientos es que dos personas se atraen mutuamente por un instinto abrumador, y saben en el fondo que es correcto. De hecho, entre más imprudente parece un matrimonio (ya sea porque se casaron a los cuatro meses de conocerse, uno de los dos no tiene trabajo o ambos son muy jóvenes), se siente más seguro.
En estos casos, la imprudencia es un contrapeso a todos los errores de la razón. El prestigio del instinto es la reacción contra muchos siglos de razón poco razonable. Pero aunque creemos estar buscando la felicidad en el matrimonio, no es tan simple. Lo que realmente buscamos es familiaridad, lo cual puede complicar cualquier plan que hayamos ideado para la tan buscada felicidad.
Buscamos recrear en nuestras relaciones adultas, los sentimientos tan bien conocidos que teníamos cuando éramos pequeños. El amor que la mayoría conocemos desde el principio a menudo era confundido con otro con dinámicas más destructivas como ser privado de la calidez de un padre o no sentirse lo suficientemente seguro de comunicar sus deseos.
Es lógico entonces que como adultos nos encontremos rechazando ciertos candidatos al matrimonio no porque tengan algo malo sino porque en realidad son muy buenos (equilibrados, maduros, comprensivos y confiables), y esas virtudes se sienten muy lejanas y extrañas a nuestro. Nos casamos con las personas equivocadas porque no asociamos el ser amados con sentirnos felices.
También cometemos errores porque estamos muy solos. Nadie puede encontrarse en un estado de salud mental óptimo para elegir una pareja cuando el quedarse solo es insoportable. Tenemos que estar totalmente en paz con la perspectiva de muchos años de soledad para ser lo suficientemente exigentes, de lo contrario corremos el riesgo de querer ya no estar solos mucho más que lo que queremos a la pareja que nos ahorró ese destino.
Al final nos casamos para que ese lindo sentimiento sea permanente. Imaginamos que el matrimonio nos ayudará a embotellar la alegría que sentimos en el preciso momento que se nos ocurrió unirnos con otra persona. Nos casamos para hacer que esas sensaciones permanezcan pero fallamos en ver que no había una sólida conexión entre esos sentimientos y la institución del matrimonio.
En efecto, el matrimonio tiende de una manera decisiva, a movernos a otro plano que quizá se desarrolle en una casa en los suburbios, con largos trayectos que incluyen niños enloquecidos. El único ingrediente común es la pareja, y ese pudo haber sido el ingrediente equivocado en la botella. Las buenas noticias es que no importa si nos damos cuenta de que nos casamos con la persona equivocada.
No debemos de abandonarle, sólo la romántica idea sobre la cual el entendimiento occidental del matrimonio se ha basado los últimos 250 años: que existe un ser perfecto que puede satisfacer todas tus necesidades y anhelos.
Debemos cambiar esa visión romántica por una conciencia trágica (y hasta cierto punto cómica) de que cada persona nos frustrará, hará enojar, molestará y decepcionará, y nosotros (sin malicia) haremos lo mismo. Puede ser que no haya fin a esa sensación de vacío, pero nada de esto es inusual o una causal de divorcio.
Esta filosofía del pesimismo ofrece una solución a mucha de la angustia y agitación alrededor del matrimonio. Puede sonar extraño, pero el pesimismo alivia la excesiva presión imaginaria que nuestra romántica cultura pone sobre el matrimonio. El fracaso de una pareja en particular que nos salve de nuestro dolor y melancolía no es un argumento contra esa persona ni señal de que la unión merezca fallar o tenga que dar el paso siguiente.
La persona más adecuada para nosotros no es la que comparte todos y cada uno de nuestros gustos (porque no existe), sino la persona que pueda negociar de una forma inteligente las diferencias; la persona con quien estar en desacuerdo es bueno. En lugar de la idea del complemento ideal, es la capacidad de tolerar las diferencias con generosidad lo que marca la diferencia. La compatibilidad es un logro del amor, y no debe ser una condición previa.